Nueva Pompeya
Mis primeros años transcurrieron en un lugar donde convivían armoniosamente inmigrantes, provincianos y porteños. En el sur de la ciudad de Buenos Aires, pegado al Riachuelo, entre el puente Alsina y la avenida Caseros, el barrio de Nueva Pompeya era mi mundo.
A principios de la década del 60, desconocía los problemas políticos que afrontaba el presidente Arturo Illía y la proximidad del golpe militar. Entonces, solo las canciones del Club del Clan, los programas de televisión y los coloridos libros de cuentos atrapaban mi atención.
Vivía con mis padres y mi pequeña hermana en un PH que formaba parte de una antigua casa chorizo de la avenida Centenera, a metros de la calle Tabaré y la esquina de “Mano Blanca”.
Al frente del inmueble se encontraban la tienda de Bayur; un museo de cintas, botones y bobinas de hilo y la lechería de doña Magdalena, donde desayunaban y merendaban los obreros de las fábricas cercanas.
Don Bayur, un inmigrante sirio propietario de todo el complejo, compartía el primer departamento con su esposa, Yamili, su cuñada, Anisi, y su sobrina, Adel; tres mujeres que no dejaban de emitir gritos y lamentos en árabe. El segundo PH estaba ocupado por doña Magdalena, y su hija, Irma, la novia eterna de un inspector de una línea de colectivos que nunca se decidía a poner fecha de casamiento. Y en el cuartito de arriba se escondía un alemán silencioso.
Un largo pasillo comunicaba el primer grupo de viviendas con nuestro patio y PH. Al fondo nos custodiaba un matrimonio italiano formado por don Antonio, un vendedor de ajos del mercado municipal, y doña Filomena, mi guía y compañera de aventuras.
Filomena no tenía hijos y me había adoptado como su sobrina. Me llevaba a recorrer los negocios de la avenida Sáenz y a pasear por el boulevard de la avenida Roca, frente a la fábrica de televisores donde trabajaba mi papá. Mi lugar preferido era la Iglesia de Nuestra Señora de Nueva Pompeya. En el interior del templo, me gustaba subir la escalera hasta llegar al camarín, y en el patio, disfrutaba llenar mi vasito plegable del agua que emanaba de la fuente de la Virgen negra, en realidad era una estatua metálica que se había oscurecido por el paso del tiempo.
Además, Filomena tenía alma de periodista y quería ser testigo presencial de todos los acontecimientos del barrio y, por supuesto, yo la acompañaba. Juntas vimos a los bomberos apagar el incendio que destruyó parte de la fábrica de pinturas Alba, a las víctimas de una gran inundación del Riachuelo refugiarse sobre el puente Alsina, las secuelas de un accidente ferroviario en la estación Sáenz de la línea Belgrano, y otros que ya no recuerdo.
Pero nunca olvidaré el gran incendio que afectó la villa de la avenida Perito Moreno. Cuando llegamos, los bomberos ya habían apagado las llamas de la noche anterior. Era una mañana fría y nublada. Nos acercamos con respeto a los restos de las viviendas destruidas. Solté la mano de Filomena y me acerqué a una niña de mi misma edad, que parada sobre chapas y maderas quemadas me miraba fijamente. Sentí su dolor, desesperanza, soledad y desamparo.
Volví a mi casa con una gran tristeza, sin saber que ese sentimiento estaría presente en los momentos oscuros que se sucederían en mi vida. Ese día terminó mi primera infancia, etapa que quedó en el barrio de Nueva Pompeya.
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